domingo, 10 de marzo de 2024

ILERGETES E ILERDENSES EN EL MUSEU DE LLEIDA (Tras las huellas de César XX)


El Museu de Lleida es el lugar indicado para conocer de cerca, en las salas de su colección permanente, al pueblo de los Ilergetes, que entre los siglos VIII y II a. C. se enseñorearon de los territorios de la cuenca del Segre-Cinca, desde el río Ebro hasta los Pirineos, ejerciendo su dominio sobre una vasta extensión de aproximadamente 10.000 km². El pueblo ilergete cristalizó en estado alrededor del 450 a. C., con una sociedad jerarquizada, en cuya cúspide se situaba un régulo con un entorno familiar de tipo principesco y una aristocracia clientelar ecuestre.

La capitalidad la ejercía Iltirta, que la toponimia, la tradición popular y el consenso académico relacionan con la romana Ilerda, aunque nunca se han hallado evidencias arqueológicas. La opción de Ilerda, además, no es unánime, porque una fuente clásica tan reconocida como Tito Livio ignora olímpicamente a Iltirta y se refiere como capital ilergete a Atanagrum. Los arqueólogos de nuestros días relacionan Atanagrum con el oppidum de Molí d’Espígol (Tornabous, Urgell), uno de esos característicos poblamientos ilergetes amurallados con las casas dispuestas en anillos concéntricos en su interior, compartiendo entre ellas paredes medianeras, formando las más exteriores la muralla con sus muros traseros. Son también célebres las poblaciones de Estinclells (Verdú, Urgell) y, por encima de todas, la fortaleza dels Vilars de Arbeca, una maravilla para la que me ahorro ahora los epítetos, hasta que llegue el momento de ir a visitarla.  

A finales del siglo III a. C., el antiguo estado ilergete alcanzó su máxima expresión, con los célebres Indíbil y Mandonio ejerciendo su caudillaje sobre algo así como 130.000 almas. Se acuñaba moneda, se enviaban embajadores a los pueblos vecinos, se declaraba la guerra y la paz, se participaba en los prósperos circuitos comerciales del Mediterráneo.  Pero, como suele ocurrir en estos casos, la edad de oro no estaba destinada a perdurar. Cuando Aníbal Barca cruzó el río Ebro en la primavera del año 218 a. C. con sus 90.000 infantes, 12.000 jinetes y 40 elefantes, iniciando la segunda guerra púnica, los ilergetes, como tantos otros pueblos de la Península Ibérica, se vieron obligados a elegir bando en una de las grandes contiendas de la Antigüedad.  Lo hicieron en favor de los cartagineses, manteniendo su hostilidad a Roma incluso después de la derrota de aquellos, hasta ser aplastados por Publio Cornelio Escipión primero, y por los generales de este Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Manlio Acidino después, en 205 a. C. 

Lo que vino a continuación es la bien conocida historia, repetida en tantos lugares, de la romanización, que en el territorio ilergete tuvo un hito trascendental un siglo después con la fundación, alrededor del cambio del siglo II al I a. C., de tres ciudades concebidas para articular en estas tierras interiores de la Hispania Citerior al norte del Iber el sistema romano republicano. Fueron Aeso, en la Isona, Iesso (Guissona) y, sobre todo, la propia Ilerda. A ellas dedicó el Museu de Lleida en 2023 la exposición «Romans a Ponent», que sirvió de excusa y aliciente a nuestra visita.

La exposición es muy reducida, pero, precisamente por eso, ha sabido resumir perfectamente el tránsito, en estas comarcas leridanas, desde el periodo ilergete, completamente imbricado en el mundo íbero, hasta la plena romanización. César está representado con un magnífico busto de mármol, reproducción del hallado en el río Ródano, a su paso por Arlé. El romano ladea levemente la cabeza y mira de hito en hito al visitante, con un gesto firme, sereno y, tal vez, algo triste.  Los paneles informativos dan cuenta del papel de Ilerda en las guerras civiles entre romanos, y, en especial, de la batalla entre cesarianos y pompeyanos que lleva su nombre: un mapa mural explica la situación de las tropas de uno y otro bando en aquellos días del año 49 a. C., a orillas del río Sicoris.

Pero la atención de la exposición no está puesta en los hechos de armas, sino en las propias ciudades. Es así como Roma construía su legado en la Historia y en el territorio: primero las legiones derrotaban a los enemigos de Roma y, después, la pujanza de las ciudades y sus instituciones los asimilaban para siempre. Los foros, las termas, las acrópolis, las obras públicas, las magistraturas locales y tantas otras expresiones de la abrumadora eficacia de la sociedad romana para replicarse en todas direcciones, como un perfecto fractal civilizatorio, creaban otras Romas que terminaban por hacer olvidar sus raíces a los anteriores ocupantes del territorio.

Así ocurrió con Ilerda, Iesso y Aeso. Fueron fundadas sobre anteriores poblaciones ilergetes a las que rápidamente hicieron caer en el olvido, y crecieron como organismos vivos destinados a irradiar una visión y una organización del mundo que perduraría durante siglos. La exposición contiene piezas magníficas que nos permiten asomarnos al esplendor de aquellas ciudades de provincias, como el surtidor de la fuente de la villa del Romeral, esculpido con la imagen de una medusa que hiela con la mirada a quien la contempla.  Me pareció que las pupilas de piedra conservaban el poder de hipnotizar con el eco del antiguo sortilegios.

Pero nada me fascinó tanto como la recreación, en grandes imágenes murales de espectacular realismo y nitidez, de las tres ciudades, con Ilerda destacando por su mayor envergadura urbana. Era como haberse trasladado a la época para contemplarla a vuelo de dron. Ahí están las casas, las murallas, los edificios públicos, las embarcaciones en el río Sicoris, las carretas atravesando el puente de piedra. Ahí está la gente, hormigueando por las calles, por la plaza del foro, por los patios y los muelles.  Ahí están, extramuros, los campos de cultivo, los caminos, las granjas. Ese es el efecto de estas recreaciones 3D que ahora es capaz de regalarnos la combinación de arqueología y tecnología digital. Pone ante nosotros lugares como la Ilerda romana del siglo I a. C., por aquellos días en que se convirtió en el epicentro de la lucha por el poder en el mundo romano, que es tanto como decir en el mundo a secas. Siente uno deseos de hacer aterrizar al dron para caminar por sus calles, como un ciudadano íbero-romano más. 

 


























sábado, 2 de marzo de 2024

LA DIGNIDAD DE LO COTIDIANO (Isabel Quintanilla en el museo Thyssen)

 


Magnífica la exposición de Isabel Quintanilla en el museo Thyssen. La muestra no solo incluye una amplia colección de la obra de la pintora, sino también una representación de la de sus grandes amigas y compañeras en el grupo de «realistas de Madrid»: Amalia Avia, Esperanza Parada y María Moreno. Isabel Quintanilla es como una moneda, con doble cara: pinta con minuciosidad el espacio doméstico y pinta los grandes horizontes y el semblante de las ciudades a vuelo de pájaro.

Al pintar lo cotidiano, lo dignifica, y de ese modo dignifica también a las personas que habitan esa cotidianidad.  El arte de Quintanilla dignifica la vida que hemos conocido muchos de nosotros en aquel Madrid del siglo pasado, la vida de la gente de a pie. Nos transmite la emoción de los detalles, dejando tan solo un leve desasosiego de silencio y ausencia. Es inevitable que lo doméstico actúe como un recordatorio de las condiciones de contorno de la mujer artista.

Pero Isabel Quintanilla se emancipa con las anchas perspectivas de sus paisajes y de sus ciudades, sobre todo las de Roma. Con Roma su pintura levanta el vuelo, como un acto de afirmación y libertad. 
















sábado, 24 de febrero de 2024

EL ROSTRO DE TARTESO (Dibujos Arqueológicos XXIX)

 

Visitamos, allá por el pasado mes de septiembre, la magnífica exposición "Los últimos días de Tarteso" en el Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid, en Alcalá de Henares. 

Las estrellas de la exposición fueron los extraordinarios rostros tartésicos descubiertos en el yacimiento de Las casas del Turuñuelo en Guareña (Badajoz).  Los visitantes se hacían―nos hacíamos―selfies frente a ellos como si se tratara de las celebrities del momento. Y es que lo son: por sí solos merecieron una resonante rueda de prensa de los investigadores del CSIC y fueron portada en publicaciones de todo el mundo. A su alrededor chisporroteaba una excitada efervescencia entre los visitantes. Nosotros no escapamos a ello. Fue emocionante verlos por fin ante nuestros ojos, observarlos desde todos los ángulos; nos conmovió su serenidad, su suave sonrisa en los labios impecablemente perfilados, las narices esbeltas, los ojos rasgados con una eternidad de horizontes ignotos impresa en ellos. 

Creo que un día se considerará a estos rostros como un icono o un símbolo; algo así como las Giocondas de la Antigüedad. 







viernes, 16 de febrero de 2024

EL ECO DE LOS ÍBEROS DE ALBACETE




Mi excursión arqueológica de este invierno a Albacete tuvo un estupendo corolario. La primera etapa fue el Cerro de los Santos, en las proximidades de Montealegre del Castillo. En realidad, no es que haya mucho que ver: el principal atractivo es el obelisco de piedra construido en el lugar en 1929 por iniciativa de Zuazo y Palacios, según informa un panel informativo. El yacimiento del que se extrajeron más de 400 piezas escultóricas, y en el que, hasta hace poco más de un siglo, se identificaban los restos del antiguo santuario ibero, activo durante ocho siglos, del siglo IV a. C. al IV d. C., no es hoy más que un montículo cubierto de matorrales.

Sin embargo, a mí me gusta ir para escuchar los ecos del pasado. Contemplo la carretera comarcal A18 serpenteando entre la niebla e imagino cuando por su trazado corría la vía Heraklea, después llamada Augusta, una de las grandes autopistas de la Antigüedad.  Junto a ella se respira hoy un amortiguado silencio que da al instante una pátina de irrealidad. Tan solo, de tarde en tarde, el lejano disparo de un cazador quiebra la magia.

Después subí al poblado ibérico de El Amarejo, encaramado a un cerro que domina una buena parte de la campiña del levante albaceteño, después de subir una escarpadura que le hace a uno preguntarse cómo fue posible, en aquel tiempo, vivir en un lugar tan agreste. Además de los restos del oppidum, las vistas hacen sentir al visitante que el ascenso ha merecido la pena.

Y, para terminar, fui a visitar la réplica del monumento funerario de Pozo Moro que domina el paisaje desde un mirador a mitad de la subida al vertiginoso casco histórico de Chinchilla de Montearagón. No tengo claros los motivos que me llevaron hasta allí, más allá de rendir un homenaje personal a Francisco Carrión, el cantero que dirigió al grupo del taller de cantería de la Universidad Popular que se atrevió a llevar a cabo la obra. La factura de la réplica dista de ser sobresaliente, pero el monumento tiene aquí, asomado al llano que se extiende hasta el horizonte, un aliento mucho más vibrante que el del patio acristalado del Museo Arqueológico Nacional con el que tiene que confirmarse el original.